La cálida luz naranja del sol caída sobre el lago... sus rayos tendían sobre su superficie una brillante manta de vívidos colores. Naranja, rojo, verde, azul, amarillo... eran solo algunas de las gamas que mi inexperiente vista podía distinguir en aquella hermosísima tarde de primavera. Y así como los bellos colores del ocaso cautivaban mis ojos, el delicado canto de los gorriones, mezclado con el eterno y tenue sonido del lago, deleitaban mis cansados oídos. El aroma del pasto, el ronronear del viento, el magnífico e irreproducible color del cielo eran solo algunos de los condimentos que hacían de aquel lugar un lugar mágico.
Al pie de la montaña, entre los árboles, se escondía mi hogar. Una casita simple hecha de piedra y adobe. Un techo de paja y madera disimulaban la robustez de su estructura mientras una gran puerta de roble permitía la entrada a la habitación principal. Su privilegiada ubicación nos ofrecía refugio del frío viento del invierno, mientras que, en verano, la sombra del valle nos protegía del abrasivo calor.
Recuerdo cuando en las mañanas siempre me despertaba ese cálido sol del sur, ese sol que me hacía sonreír mientras estiraba todos mis músculos, suave y cautelosamente... tratando de no despertarla... pero deseando que ya lo esté para sentir sus suaves manos por mi cuerpo. Luego, como todas las mañanas, me dirigía a la cocina para preparar el desayuno, ese que le gusta a ella y que con el correr del tiempo trato de inculcarme... sin éxito. Tostadas, yogur y jugo de naranjas para ella, café con leche y bizcochos dulces, que siempre calentaba al fuego de la estufa, para mí. Mientas esperaba que las tostadas estén prontas, volvía a la habitación y me sentaba al pie de la ventana mientras observaba su bella silueta dibujada entre las sabanas... y esperaba... esperaba hasta que el sol iluminara su carita e hiciera abrir sus enormes y bellos ojos... para escuchar ese “Hola” mientras se despereza.
Con el correr del tiempo la colonia se fue agrandando, el molino no era suficiente para abastecer de agua todos los hogares y decidimos instalar una bomba. Luego llego la corriente eléctrica y decidimos que seria una buena idea dejar de lado las velas. Al poco tiempo llego el servicio telefónico y los primeros automóviles ya empezaban a verse por allí.
Hoy en día ya no queda mucho de aquel lugar donde nací. El olor a gas-oil ha destruido aquel bello aroma que las flores del valle nos regalaban, el cantar de los pájaros no se volvió a escuchar gracias al incesante ruido de los motores y el río que una vez supo ser fuente de inspiración para mi interminable imaginación es hoy fuente de desechos tóxicos de las varias fábricas que se encuentran en la zona.
Muchas veces me despierto de noche esperando que aquel rayo de sol entre por la ventana para ir a preparar el desayuno… pero en su lugar la fría alarma de un auto y el ladrar de un triste perro desgarran mis oídos. Me levanto, cierro la ventana, la abrazo fuertemente y trato de dormirme nuevamente. Muchas veces, sin que ella se dé cuenta, no puedo evitar llorar por el recuerdo de aquel lugar... aquel lugar que hoy solo vive en nuestra memoria... aquel lugar que, como tantos otros, ha sido víctima de lo que mucha gente llama evolución...
Postedo a las 15:34 del jueves, 14 de agosto de 2008