Saboreando mi alegría, emprendí el largo camino hasta mi casa en la fría noche otoñal. Aquí y allá tropecé aun con estudiantes que se retiraban a dormir alborotando y haciendo eses. Muy a menudo había comparado su singular manera de divertirse con mi vida solitaria, unas veces con cierta envidia y otras con desprecio. Pero nunca había sentido como hoy, con plena serenidad y secreta energía, cuan poco me atañía aquello y cuan lejano y perdido era para mí aquel mundo. Me acorde de los honrados filisteos de mi ciudad natal, viejos señores rebosantes de dignidad que conservaban los recuerdos de sus años estudiantiles como la memoria de un bienaventurado paraíso y consagraban a la perdida “libertad” de aquellos años un culto como el que los poetas y otros románticos dedican a su infancia. ¡En todas partes sucedía lo mismo! Todos los hombres buscan la "libertad" y la "felicidad" en un punto cualquiera del pasado, solo por miedo a ver alzarse ante ellos la visión de la responsabilidad propia y del propio singular camino. Durante un par de años alborotaban y bebían para someterse luego al rebaño y convertirse en señores graves al servicio del Estado. Era verdad lo que Damián afirmaba: nuestro Mundo estaba carcomido, y esta estupidez estudiantil era aun menos estupida y menos despreciable que cien otras.
Pero al llegar, por fin, a mi apartada vivienda y encerrarme en mi alcoba, todos estos pensamientos se habían desvanecido y todo mi espíritu esperaba suspenso el cumplimiento de la promesa que aquel día me había traído consigo. Tan pronto quisiera, mañana mismo, podía ver a la madre de Demián. ¡Que me importaba que los estudiantes bebieran y se tatuasen, ni que el Mundo estuviera carcomido y próximo a derrumbares! Yo solo esperaba que mi destino se me apareciera con una nueva imagen.
Dormí profundamente hasta muy entrada la mañana. El nuevo día amaneció para mí con una festividad solemne, de aquellas que no había vuelto a vivir desde mis Navidades infantiles. Una intima agitación invadía todo mi ser, pero sin mezcla de temor alguno. Sentía que había comenzado un día decisivo para mi y veía y sentía transformado el Mundo en torno mío, expectante, comprensivo y solemne. También la mansa lluvia otoñal se me antojaba bella, serena y dominguera, plena de una musicalidad gravemente gozosa. Por primera vez se fundían para mi el mundo exterior y el interior en una pura armonía, fiesta del alma que hace amable la vida. Ninguna casa, ninguna ventana, ninguna de las caras que encontré en las calles me fueron desagradables; todo era como debía ser, pero no mostraba la expresión vacía de lo cotidiano y habitual: era naturaleza expectante, respetuosamente pronta al destino. Así había visto yo de niño el Mundo en las mañanas de las grandes festividades, en las mañanas de Navidad y Pentecostés. No sabía ya que este Mundo pudiera ser aun tan bello. Me había habituado a vivir abstraído en mi mismo y a aceptar resignado haber perdido el sentido de lo exterior, suponiendo que la perdida de los vivos colores del Mundo visible se hallaban inevitablemente enlazada a la perdida de la infancia y que la libertad y la virilidad del alma habían de ser pagadas, en cierto modo, con la renuncia a este suave resplandor. Ahora advertía encantado que todo aquellos había estado simplemente oscurecido y cubierto de cenizas, y que también el hombre que se ha liberado y ha renunciado a la dicha de la infancia puede ver resplandecer el Mundo y gozar las intimas delicias de la visión infantil.
Fragmento de "Demián" de Hermann Hesse
Posteado a las 10:23 del martes, 14 de octubre de 2008