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La biblioteca

Sentado en aquel viejo asiento de madera labrada que, más que un sillón parecía un trono real proveniente de la antigua Inglaterra, se encontraba él, indiferente, imperturbable y con su característica expresión de orgullo dibujada en su casi anciano rostro.
Sostenía una antigua copa de cristal en su mano derecha y un fino cigarro importado en la otra.
La habitación, o mejor dicho biblioteca, estaba iluminada por una tenue luz amarilla que imitaba a la perfección el resplandor de las velas. A su alrededor, cubriendo la totalidad del perímetro, se encontraban miles de libros, algunos tan antiguos que era prácticamente imposible abrirlos sin ver desintegrar sus arcaicas hojas.
En el centro de la habitación una gran mesa romana llamaba la atención de quien entrara. Su marco de madera pulida y su blanco y fino mármol central sostenían una antigua y bien cuidada lámpara de keroseno.
Por último un piso finamente dibujado a mano mostraba el rostro de lo que parecía ser un santo de la antigüedad, similar a esos que podemos ver esculpido en los ventanales de las más antiguas iglesias del mundo.

De pronto una veterana pero muy esbelta mujer irrumpe en la habitación. El eco de sus tacos contra las relucientes baldosas perturbaba la quietud que allí reinaba.
Él, sin siquiera voltear, le pregunta con una voz ronca e indiferente: ¿Que quieres ahora?

  • Nada, solo busco un libro - responde ella con una delicada y falsa sonrisa en su rostro.
  • Tómalo y retírate por favor... y cierra la puerta, no quiero que nadie me moleste hoy -
    Después de unos largos minutos de silencio ella encuentra el libro que estaba buscando. Era un antiguo ejemplar de la literatura oriental con unas inscripciones en dorado en el centro de su tapa. Lo toma con sus dos manos y se aleja, cerrando violentamente la puerta.

Las horas pasaban y el seguía sentado en su sillón con la vista perdida en le vacío. De pronto 4 golpes a la puerta suenan a su espalda... pero el no responde ni una sola palabra.

  • ¿Papá, estas ahí? – pregunta una suave y alegre voz... pero el sigue inamovible.
    Una gran lágrima cae por si semiabierto y cansado ojo mientras limpia las cenizas de su quinto cigarro.
    Toc toc toc – ábreme... ¿estas ahí? – vuelve a preguntar...
    Después de unos minutos de silencio el sonido de los tacos se va alejando por el corredor mientras él observa el tintinear de una de las lámparas del candelabro central.

La noche había llegado. Por la ventana se dejaba ver una luna redonda, amarilla y hermosa que parecía mirarlo con una expresión triste, de esas que ponen los niños cuando les negamos alguna golosina. El observa su reloj... eran mas de las 12 de la noche. Comienza a pararse lentamente mientras sus cansados músculos se recuperan después de estar horas inactivos. Se dirige a la mesa, enciende la lámpara de keroseno y extrae del cajón tres sobres.
En uno de ellos aparecían las inscripciones "Dr. Harbord" impresas justo debajo de su nombre. Lo abre y extrae una placa de lo que parecía ser su pecho, la coloca a contra luz y la mira detenidamente. Después de unos segundos la vuelve a guardar en el sobre dejándolo al costado de los otros dos.
Toma el segundo sobre y extrae de él un documento amarillento de varias páginas de espesor el cual, luego de cambiarse los lentes, lee detenidamente. Unos minutos mas tarde también lo vuelve a guardar en su correspondiente sobre.
Por ultimo toma el tercer sobre, éste de color blanco a diferencia de los otros dos que eran de un color mas amarillento, y mientras lee las inscripciones "Para Helene y las niñas" que había escrito con su propio puño y letra, extrae lo que parece ser una carta escrita a maquina. Esta vez sin terminar de leer completamente lo que había escrito decide volverla a colocar en su recipiente.

Entre tanto el reloj del pasillo deja oír sus lúgubres campanas indicando que ya son la 1 de la mañana.
Él acomoda los sobres y los deja justo debajo de la lámpara de keroseno, que ya estaba tintineando como resultado del poco combustible que le quedaba en su muy pulida base de cobre.
La noche inhóspita y fría lo observa desde lejos mientras el mundo entero duerme.
Casi sin pensarlo vuelve a abrir el cajón de donde había sacado los ya mencionados sobres y extrae un revolver de alto calibre. El negro color del acero junto a su recortado caño eriza sus blancos cabellos. Luego de un momento lo deposita sobre la mesa y lo mira mientras nuevas lágrimas corrían por sus mejillas.
Vuelve a mirar a su alrededor y, después de asegurarse que la puerta esta cerrada, sopla la lámpara permitiendo que la fría oscuridad lo abrase por completo.
Unos segundos mas tarde un ensordecedor sonido congela el corazón de quienes se despertaron al escucharlo mientras el eco de aquel estrépito hace revolotear a las aves que se encontraban en los alrededores...



Posteado a las  9:42 del martes, 14 de octubre de 2008